PINTAR AL RITMO DE TUS GESTOS
En el año 1962, viajé por primera vez a Londres para visitar la Tate Gallery y un mundo abierto que desde Bilbao, en plena dictadura, era difícil imaginar: las películas de la nouvelle vague, el primer cine porno, creadores orientales impensables en España y las nuevas ideas que se proyectaban todas las tardes en los cines de Londres que tenían un cenicero en cada brazo de la butaca.
Perseguía conocer urgentemente algo más del expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York, que con unas pocas referencias fotográficas me había conquistado; pero también el descubrimiento llegaba con retraso a Londres, como a Madrid; apenas estaba presente en algunas galerías avanzadas y en las revistas ArtNews, Art in America, ArtForum, etc., que podían encontrarse en Foyles y las librerías de los museos.
Woman I (1952), de Willem de Kooning
De KOONING, DE BROCHA GORDA
De Kooning, Pollock, Rothko, Kline, Gorka, Clyfford Still… No importa que fueran diferentes entre sí, tenían una vibración común inconfundible: la sumisión al gesto libre para pintar. Y eso me parecía fascinante. Desde Londres, en la primera conferencia telefónica con la familia, supliqué que me invitaran a hacer mi primer viaje a Nueva York para ir al MoMA, a las galerías de Chelsea…
Cuando llegué a Nueva York, en ese primer viaje, tras dejar las cosas en un hotel de Broadway, con el sueño cambiado, me lancé al Metropolitan y a las galerías en las que los expresionistas habían expuesto con mayor frecuencia.
Tal era la urgencia por ver de cerca la fuerza y espontaneidad del gesto pictórico. William de Kooning hacía realidad lo que yo había intuido. Cuando supe que había sido pintor de casas y almacenes le comprendí mejor. “Al empezar un cuadro, tiro los dados y a ver qué sale…”, decía De Kooning.
El expresionismo abstracto (o figurativo) llegó a mi vida para quedarse ¿Cómo dejar de confiar en el gesto libre?
Apenas podía percibir auténticas emociones de los maravillosos clásicos del Prado, del Louvre o de los Museos Vaticanos, etc., a pesar de su laboriosa perfección y trascendencia.
Solo el siglo XX era inteligible y provocador para mí.
Willem de Kooning
Jackson Pollock
COPIAR COMO PUNTO DE PARTIDA
A los siete años, mi tía Araceli, que era copista regular en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, me regaló la primera caja profesional de óleos; ese fue el descubrimiento iniciático destinado a acompañarme toda mi vida. Algunos años más tarde, fui de los primeros en pasarme al acrílico, pero el aroma de los tubos de óleo y su viscosa suciedad invasora siguen siendo inolvidables.
El primer cuadro que pinté fue una pequeña copia de una estampa de Zubiaurre, al mismo tiempo que en el Museo de Bellas Artes Araceli realizaba por encargo una copia en tamaño real del mismo cuadro, respetando las fases del trabajo académico. A pesar de todos los consejos de ella, que invirtió semanas en su trabajo, acabé mi copia en dos o tres horas, aunque el resultado no fue el mismo…
Araceli me buscó inmediatamente unas clases con Sagrera, un pintor valenciano afincado en Bilbao que acudía a nuestra casa sábados o domingos. Aún recuerdo con valor perdurable sus enseñanzas amables y sensatas, propias de un artista enamorado de Sorolla. La más constante de sus directrices fue enseñarme a conseguir cualquier color deseado con el uso de una mínima variedad de colores básicos. El desafío era trabajar con no más de cinco pigmentos.
Durante los años de estudiante en Bilbao pintaba por las noches, poco o mucho pero casi todas las noches. La iluminación de que disponía por las noches siempre resultaba insuficiente, a pesar de la disponibilidad de mis padres para buscarme cualquier artefacto lumínico de la época. A la mañana siguiente, todo lo pintado en la noche anterior aparecía como pasado por un baño de lejía.
Museo de Bellas Artes de Bilbao
Zubiarre
El marino vasco Shanti Andía, el Temerario
"Viscosa suciedad invasora del óleo..."
LAS PRIMERAS DECISIONES
Al tener que escoger una formación para la vida, en torno a los 16 años, llegué a la conclusión de que solo había dos caminos extremos para mí: el arte me atraía instintivamente, incluida la arquitectura, o dirigirme hacia una formación que me proporcionara instrumentos para participar en proyectos basados en la creatividad, como la publicidad, la edición, comunicación, etc.
Vivir del arte resultaba un lujo tan extravagante como trabajar de actor porno o de catador de hachís y, además, cobrar por ello. Con la formación que había recibido me llegaba a parecer increíble e insolidario que la vida futura de uno pudiera ser divertida y que alguien te pagara por ello; ser feliz sin costo no entraba en los planes de la vida justa.
Ante esas opciones, durante unos meses conviví con la contradicción: deseché la arquitectura por la exigencia de orden que implicaba; me matriculé en la escuela de cine de Montesquinza en Madrid y, lo más absurdo, ¡también en la Escuela de Artes y Oficios de Bilbao! ¿Cabía hacer ambas cosas? Mi padre perdió la matrícula que había pagado en la escuela de cine, y solo aproveché algunas clases vespertinas en la de artes.
Pero me incliné por hacer caso a los jesuitas que me habían educado y mimado excesivamente en mi adolescencia y me matriculé en la Universidad Comercial de Deusto, bajo la administración de su orden, lo que suponía hacer dos carreras en apenas cuatro años y medio, con evaluaciones implacables de los alumnos cada 15 días; lo más rudo y competitivo que entonces cabía hacer en el mundo universitario. Luego, como en la academia de West Point, todo fue una estimulante competición entre guerreros resistentes pero solidarios.
Finalmente, fue la opción estoica que compartíamos 30 muchachos que empezamos y finalizamos juntos, sin cambiar de pupitre: construir tu vida a partir de la superación de obstáculos, que cuanto más exigentes, más justificaban la razón de estar en el mundo.
Autorretrato 1961
Universidad Comercial de Deusto
MIRO ETERNO
Mi primer trabajo me lo ofreció en Barcelona una de las primeras agencias de publicidad del país. Todo fue nuevo y sugeridor allí. Barcelona transmitía cosmopolitismo. El arte estaba más presente en la vida cotidiana. Estaba rodeado de fotógrafos como el gran Pomés, sus fantásticas modelos, los mejores diseñadores, creativos ingeniosos... Además, parecía más justificado ir a París de vez en cuando por la llamada de una exposición en el Petit Palais, en el Beaubourg, etc.; una simple obra de Balthus o de Max Ernst citadas por la crítica justificaban el viaje. Y lo mismo ocurría para descubrir en Roma o Milán a Humberto Burri o Mimmo Paladino o Renato Guttuso.
Después de los años de espartana competición universitaria, en Bilbao esa vivencia en la calle Tusset de Barcelona me parecía una fiesta con músicos y huríes que no me imaginaba que existiera. No tenía carácter para pasar por el despacho de personal a cobrar el sueldo mensual acordado; sabía, claro, que era lo propio, pero prefería dejarlo a su albur. Al fin, el director de personal tuvo que preguntarme qué quería que hicieran con las nóminas vencidas…
Ese primer trabajo en publicidad me proporcionó lo que parecía un sueño: conocer a Joan Miró en la intimidad de su estudio. Tras haber concretado con el maestro la creación por su parte de un logo institucional, encargo de un cliente, utilicé todas las estratagemas emocionales para conseguir más conversaciones sobre la naturaleza de su arte. Creo que mi transparente admiración por él venció a su reserva natural y así pude mantener generosas conversaciones con el maestro. Todo era posible. Cualquier pregunta sobre ese rojo, el tamaño de aquel trazo, Matisse... tenía una respuesta condescendiente, hasta llegar al: “Bo, fill…ni jo em acord…”.
Personajes y pájaros con un perro 1978
Joan Mirò
HOCKNEY TERRENAL
Unos años después, de nuevo en la vida empresarial que desarrollaba, se repitió otra oportunidad paralela con David Hockney en Los Angeles: el pintor estaba incluido en la colección “Los Grandes Pintores del siglo XX” lanzada por nuestra editorial y la gestión de los derechos de imágenes fue otra ingenua disculpa para entrar en contacto directo con el pintor. Ya en Santa Mónica (Los Angeles), aproveché su carácter distendido sin freno para hablar de sí mismo a lo largo de muchos ratos de una semana de vacaciones. A él le interesaban Franco, los retratistas del Siglo de Oro, los toreros y cualquier otro tema que le hiciera reír o especular.
Hockney me había conquistado desde la primera vez que vi A bigger splash; la piscina desierta, la arquitectura relajada...¿Quién acababa de lanzarse desde ese trampolín?
A Bigger Splash, 1967
David Hockney
RICHTER, FIEL A LA INFIDELIDAD
El otro vértice de mi admiración lo ocupa desde hace muchos años Gerhard Richter: mucho antes de cuando pasó a ser el artista de mayor cotización en este tiempo.
Me resulta fantástico que cuando casi todos los artistas actuales se obstinan en ser rígidamente fieles a su estilo, Richter solo es fiel a cambiar de estilo cuando le da la gana. Durante seis meses estuve trabajando con miles de fichas de madera, que pintaba con cualquier color imaginable –la serie que llamo After Richter, deudora de sus series 4900 colours. ¡Y creo que alguno de los míos supera a los suyos! Fantasías…
Durante años, ver en vivo el arte que se estaba produciendo en el mundo ha sido una gran razón para el entusiasmo por la vida. En cualquier parte, pero sobre todo en Nueva York, tras más de 50 viajes, casi todo ha podido pasar por mis ojos agradecidos y deslumbrados. Cualquier decepción me ha estimulado aún más.
Miró me sigue pareciendo la evolución que fusiona todos los mejores hallazgos del arte del siglo XX; David Hockney, el artista con mayor capacidad para hacer del arte un juego lúdico (casi al nivel del sexo, según él); Richter es un máquina incansable para recorrer todos los caminos, descubrir los parajes más contradictorios, y después abandonarlos sin remordimiento, dejando para los demás sus hallazgos; De Kooning, en representación de los expresionistas, es alguien al que puedo reconocer en todos su gestos e impulsos.
Betty, 1988
Gerhard Richter
BILBAO
Hoy, cuando visito el Guggenheim o la Universidad de Deusto, añoro aquel Bilbao donde nací, que me abrumaba cuando atravesaba el puente de Deusto bajo la lluvia y llegaba a la universidad con los pantalones empapados para que siguieran acartonados hasta que acababan las clases.
Bilbao me parecía asfixiante en aquellos años: las paredes en cualquier ámbito rezumaban agua pasada por un filtro de residuos de carbón consumido. El espacio más bello que ví en aquellos años fue la costa cantábrica y el más opresivo cualquier décimo día consecutivo de lluvia en un barrio con iluminación miserable.
Lo mejor de Bilbao: hasta los veintidós años, cuando acabé la etapa universitaria fue la estrecha convivencia con compañeros excelentes, inteligentes; no recuerdo ninguno que dejara de ser responsable, y hasta demasiado como yo mismo.
Creí que aquel ambiente ascético me marcaría para siempre en un sentido u otro. Traté de no dejar de sentirme libre pero ello probablemente te lleva a la relatividad, la contradicción y a la inevitable arrogancia intelectual…no hay un justo medio, según parece.
Ahora me gustaría reencontrarme a mi voluntad con el Bilbao cuyas paredes rezumaban una humedad carbonizada y fotografiar, lo que no volverá: la estética límite de los ambientes industriales donde los pies se hundían entre carbonilla y las bellas orillas resquebrajadas de la ría, fundidas siempre con un cielo sombrío con el reflejo de alguna lejana llama de algún alto horno…
Ria de Bilbao
Autorretrato, 2010